Durante una reciente mesa de debate, el columnista Enrique Hisse planteó un interrogante que incomoda y moviliza: ¿la desigualdad social es un error del sistema o el resultado de un plan deliberado? Su reflexión se centra en la idea de que la pobreza extrema, el sufrimiento social y el deterioro de la calidad de vida no son consecuencias inevitables, sino el producto de decisiones políticas y económicas concretas.
Los números hablan por sí solos. En la Argentina actual, el 1% de la población concentra el 25% de la riqueza, mientras que el 10% más privilegiado controla el 60%. En el otro extremo, el 50% de los argentinos apenas accede al 4% de los recursos. Este nivel de concentración no se da por azar: responde a una estructura económica que beneficia sistemáticamente a unos pocos y excluye a la mayoría.
Hisse va más allá del diagnóstico técnico y se adentra en una dimensión ética. Define la crueldad como esa acción en la que alguien infringe dolor a otro, y lo hace con indiferencia o incluso con cierto goce. En su visión, esa crueldad ha sido adoptada como forma de gobierno, como estrategia. Cuando el Estado no garantiza el acceso a derechos básicos alimentación, salud, vivienda, abrigo no se trata simplemente de una omisión: es una decisión.
“Pensá en una niña que tiene hambre, con dolor de panza porque no hay arroz, no hay leche. Pensá en un niño con cáncer que pasa frío. O en un jubilado que madruga para hacer fila en un comedor popular después de haber trabajado toda su vida. No hay excusas posibles. Eso es crueldad”, expresó con firmeza.
Frente a esta realidad, el rol de la política, que debería ser el arte de lo posible, lo justo y lo humano, se pervierte. Se convierte, denuncia Hisse en el arte de administrar la injusticia, de normalizar el sufrimiento ajeno. Y en ese escenario, no alcanza con el esfuerzo individual; cuando el sistema está diseñado para excluir, la superación personal no es suficiente para acceder siquiera a lo más elemental.
La desigualdad, entonces, no es una falla del sistema. Es el sistema. Y frente a esa certeza, el verdadero debate es ético: ¿vamos a seguir naturalizando el dolor de millones o vamos a reclamar políticas que reparen, incluyan y humanicen?